miércoles, 24 de octubre de 2012


Por supuesto, necesitaba escribir. Necesitaba templanza y un abrazo más que nunca, y eso, sólo podía dárselo sus letras. Así que, eso hizo. Escribió. Le contó al papel todo aquello que causaban sus lágrimas, el por qué de aquel silencio del día anterior. “Por salvar”. Lo hizo por salvar aquello que ni tenía, aquello que le arrebataba el sueño cada noche hacía meses. Aquel insomnio con nombre y apellidos. 
El destino se la jugaba una vez más. Ya había estado enamorada, pero nunca así, nunca atando sus impulsos, que superaban con creces los padecidos en su primera cuarentena de desamor. Había sido expuesta al peligro del azar, al peligro del tiempo, que pronto pasó a llamarse por su apellido de casado: distancia. 
“Ya nada es igual” pensaba, mirándole fijamente mientras él parecía estar dormido. Miles de dudas la invadían en aquellos instantes. Le quería, le quería tanto que le haría resucitar, de eso no cabía duda. Pero ¿y él? 
Ella era una observadora increíble, y le gustaba callar, mientras se daba cuenta de todo a su alrededor, y lo había visto. Una vez más, las vio venir. Él, ya no la quería, no de esa forma que devuelve la vista a los ciegos y logra enmudecer al más sabio. Ya no. Su corazón tenía otra dueña. Pero fingía, por algún extraño motivo fingía y ella, miraba por la ventana queriendo creérselo. Pero en ese momento, en el que le besó, queriendo creerle una vez más, se dio cuenta.
Lo que él veía como una nueva oportunidad para sobrepasar las barreras del tiempo, del engaño y los malentendidos, ella lo vio como un adiós. Le abrazó temblando al irse, sabiendo que esa muestra de cariño sería la última. Él decía “hasta luego” mientras ella pensaba “hasta siempre”.

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